Todavía no se había hecho de día cuando comencé a patear las calles de Singapur. Había planificado pasar un día completo aquí y tenía que exprimirlo al máximo para poder ver los puntos más interesantes de esta ciudad-estado. Comenzaba la ruta por los distintos barrios étnicos de la ciudad, como el Barrio Árabe, Chinatown o Little India. Una de las primeras paradas fue en la mezquita del barrio árabe, con un bonito paseo dirigido milimétricamente a la parte central de su fachada.
Al cruzar hacia Chinatown empezaba el espectáculo para los sentidos. Cada rincón olía a comida recién cocinada, y me sorprendí al ver cómo montones de personas llenaban ya las terrazas a esas horas desayunando, con platos de comida en sus mesas tan abundantes que bien podrían ser plato único en una comida a mediodía en España. Eso sí, el índice de obesidad entre su población es prácticamente nulo, así que algo harán bien en cuestiones de nutrición. Y es que ya lo dice el refrán, «desayuna como un rey, come como un príncipe y cena como un mendigo».
La siguiente parada no me dejó indiferente. Tras recorrer las calles que unen ambos barrios y ver cómo poco a poco los carteles con letras chinas dejaban paso a símbolos hindúes, me acerqué a un templo donde multitud de personas se concentraban para rezar. Tras descalzarme y lavarme los pies (obligatorio para entrar) comencé a andar por dentro del templo observando todo con gran atención. A pesar de ser una cultura tan lejana para mí, me sentía como hipnotizado observando detenidamente a las personas que allí se encontraban rezando con diversos rituales, a cual más efusivo e intenso. Por momentos se me ponía la piel de gallina al poder vivir aquello tan de cerca, y me consideré un afortunado al ser el único turista que en ese momento merodeaba por allí.
Comencé poco a poco a dirigir mis pasos hacia la zona de la bahía, y pronto te das cuenta cómo en esta ciudad conviven con gran armonía tradición y futurismo en apenas dos manzanas de distancia. A lo lejos ya se podía ver el skyline con los rascacielos de la zona centro, y al girar una de las esquinas, el imponente Marina Bay Sands.
Un precioso edificio con forma de barco con la piscina en altura más grande del mundo. Al acercarme a uno de los miradores, le pedí a un chico que estaba allí con su trípode y su cámara réflex si me podía hacer una foto. Me insistió en que me hiciera una foto posando como si sujetara el barco (yo al principio no entendía lo que me quería decir), y después de seguir sus instrucciones milimétricas con precisión de cirujano durante un buen rato… ¡tacháaaaan!
Algo que llama poderosamente la atención cuando caminas por Singapur es el lujo que se respira en cada rincón, con hoteles y establecimientos más propios de una película donde todo parece demasiado perfecto para ser real. Por una de las calles al girar una esquina me pareció ver un perro atado con longanizas. Además, las calles están impolutas y da gusto pasear por ellas. Existen papeleras en cada esquina, y por si tienes duda del residuo que quieras tirar al suelo te dan todas las opciones posibles para que no te equivoques de papelera. Y no sólo al civismo de sus habitantes se debe esta limpieza, ya que existen leyes bastante duras en este aspecto. Justo por este motivo se prohibió la compra-venta de chicles en toda la ciudad, ya que en el pasado las aceras estaban llenas de ellos y esto daba mala imagen. Muerto el perro, se acabó la rabia. Lo que más me llamó la atención es que la multa va en función del tamaño de lo que estés tirando al suelo. Por ejemplo, un chicle te puede costar 200 dólares y un folio DIN-A4 unos 1000 dólares. No me quiero ni imaginar si se te cae al suelo un edredón de cama de matrimonio por cuánto te puede salir la broma…
Otra cosa de la que están muy orgullosos los habitantes de esta ciudad es la tremenda seguridad que se respira. Es tal el nivel de tranquilidad con el que se vive aquí, que a veces las autoridades tienen que recordar a sus ciudadanos y visitantes que nunca hay que bajar la guardia, y que en toda sociedad por desgracia siempre hay alguna oveja descarriada. Esto lo hacen con carteles recordatorios con el mensaje «Muy baja criminalidad no significa no criminalidad».
Tampoco existe el tráfico, grandes avenidas casi despejadas de coches a todas horas. Y es que aquí tener coche es un auténtico lujo. Además de los altos impuestos con los que son gravados a la hora de comprarlos, existen tasas de acceso a la ciudad para todos los vehículos en función de su categoría. Y nunca verás un coche viejo circulando por aquí, ya que por ley los coches no pueden tener más de 7 años. Todo esto da lugar a estampas como ésta, donde cualquier parecido con la M-30 en un viernes por la tarde es pura coincidencia.
Al caer la tarde un espectáculo de luces y sonido permitía los últimos momentos de relax en la ciudad con el hotel Marina Bay de fondo. Es un edificio con un diseño tan original y espectacular que no te cansas de mirarlo desde todos los ángulos, y pasar andando por debajo de sus tres enormes torres te hace sentir su verdadera magnitud.
Alrededor del hotel existen centros comerciales y de ocio de marcas de lujo e incluso dentro de uno de ellos hay un canal con góndolas simulando la misma Venecia. Y todo este tinglado que tienen formado en torno al hotel es del mismo dueño que quería montar Eurovegas en Madrid, así que por lo visto dinero no le falta a este señor (aunque estoy convencido de que comerá como mucho mucho tres veces al día, como nosotros).
Ya de madrugada y sin apenas gente por las calles volví por mis mismos pasos bordeando toda la bahía, con gran pena por dejar atrás lo que para mí en ese momento sentía que era el escenario de una película futurista, y yo, el protagonista.