Y a Kuala Lumpur que me fui

Qué lejos sonaba el nombre de esta ciudad cuando de pequeños, para explicar que algo estaba muy lejos, decíamos aquello de «eso está por lo menos por lo menos en Kuala Lumpur». Y muchos años después, allí estaba yo en la capital malaya a punto de explorar un nuevo país. Cómo no, esa misma noche tocaba una visita a las famosas Torres Petronas. Me llamó la atención lo bien iluminadas que están y ese color gris intenso metalizado que les da un toque tan futurista. La factura de la luz les debe de salir por un buen pico, y eso que cada día a eso de la medianoche las Petronas se vuelven a apagar por completo esperando al siguiente atardecer donde volverán a relucir con todo su esplendor.

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Y como allá donde existe una necesidad de la gente se crea una oportunidad de negocio, multitud de vendedores ambulantes ofrecían lentes para el móvil con una curiosa función. Resulta que el punto desde donde se observan las torres está tan próximo que es prácticamente imposible sacarse una foto con ellas y que salgan enteras. Era colocar una de esas lentes sobre el objetivo de tu teléfono y como por arte de magia podías ver desde el mismo suelo hasta la última antenita en lo alto de las torres, y sin distorsionar la imagen que era lo más curioso.

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Si tienes un par de días en esta ciudad, uno de los sitios que no te puedes perder son las Cuevas de Batu. Una enorme gruta en lo alto de una montaña que se encuentra a las afueras de la ciudad. Se trata de un lugar ceremonial y de peregrinaje, donde cada año tiene lugar una celebración multitudinaria. Impresiona la enorme estatua de 43 metros que preside el lugar, una de las esculturas más altas del mundo.

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Tras ascender los 272 escalones de la empinada escalera, se accede al interior de la cueva donde lo primero que impresiona es lo enorme que es la cavidad interior. A pesar de ser un enclave espectacular, lo más divertido de mi mañana no fueron las cuevas, ni el buda, ni siquiera esquivar los gotazos que te caían desde lo alto del techo en el molondro como pequeños proyectiles. ¡Lo más divertido fueron los monetes que rondaban por allí!

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Desde que te bajas de la estación de tren ya te empiezas a encontrar a los primeros monetes, que parecen indicarte el camino hacia las cuevas. Con la emoción que llevaba encima queriendo fotografiar y grabar a todo mono viviente que hubiese por allí, apoyé mi mano en la barandilla deslizando hacia abajo y sin darme cuenta me topé con un mono bien grandote que no había visto y estaba allí posado.

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Con toda la delicadeza del mundo, me cogió mi mano, me la apartó suavemente de encima suyo y a unos centímetros de mi cara me rugió como diciendo «¿esto?, no lo vuelvas a hacer». Un tremendo escalofrío recorrió toda mi columna hasta el cuello, dejándome paralizado un par de segundos.

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Justo delante de mí, pocos minutos antes, había sido testigo de cómo un mono se acercaba de repente a un hombre que estaba tranquilamente posando para una foto y le metía un bocado en el brazo. Los más pequeños sin embargo son muy graciosos, y todavía tienen esa carita de no haber roto un plato en su vida. Cómo les vas a decir que no a cualquier cosa que te pidan. Estoy seguro de que mucha gente directamente se dejaría de fumar si se lo pide este monete mirándole así…

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También me sorprendió la vida nocturna de esta ciudad, con sus calles llenas de gente y puestos de comida ambulante hasta altas horas, incluso entre semana. Se hace vida al aire libre y el clima también acompaña, con una temperatura agradable durante todo el año. Llama la atención también cómo aman y repudian a la vez una de sus frutas más famosas, el durian. Es la fruta emblema del país y todo el mundo la come, pero huele tan mal que incluso la prohíben consumir en hoteles, en el metro y en muchos lugares públicos.

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Y nada menos que así de espectaculares eran las vistas desde el piso de mi amigo Gonzalo, quien me ha acogido estos días aquí. Esta foto está tomada desde un piso 33A, que es una nueva planta que se han inventado aquí. Al principio me llamaba la atención cómo en el ascensor y en todos los sitios se saltaba del 33 al 35, obviando por completo el número 34 . Resulta que, como (casi) todo, tiene su explicación.

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Por lo visto allí son muy supersticiosos y la pronunciación del número 34 suena igual que la palabra «muerte», y de ahí que se lo salten para no atraer al mal fario. Cuanto menos, curioso. Con pena y a la vez agradecimiento al despedirme de ellos por haberme hecho sentir como en casa, continuo mi viaje ascendiendo a través de Malasia. A ver qué me encuentro por allí arriba…

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