Angkor Wat es mucho más que la típica imagen que todos tenemos en mente de su templo más conocido. Se trata del mayor conjunto de templos religiosos del mundo, ocupando una extensión de más de 162 hectáreas (o el equivalente en campos de fútbol como les gusta decir en las noticias). Lo curioso es que, por razones que aún se desconocen, quedó abandonado en el ostracismo y sepultado bajo la densa selva hasta ser descubierto muchas décadas después en 1568. La persona que lo redescubrió escribió de aquel lugar «una construcción de tal modo extraordinaria que no es posible describirla por escrito, especialmente diferente de cualquier otro edificio en el mundo. Posee torres, decoración y todos los refinamientos que el genio humano puede concebir«, y suscribo cada palabra. Empleando un día completo desde que abren hasta que cierran puedes hacerte sólo una somera idea de aquello, siempre y cuando contrates un tuc tuc que te vaya moviendo por allí, ya que el recorrido «corto» tiene más de 18 kilómetros. Es tal el renombre que tiene a este lado del mapa que muchos aquí lo consideran el Machu Picchu asiático. Dice la leyenda que para poder quedarte con la sensación de haberle sacado partido y sentir que lo has exprimido al máximo serían necesarios en torno a unos 40-50 días en turnos de mañana y tarde.
Como en Siem Reap nos habíamos alojado en el albergue del despiporre, la noche se nos fue un poco de las manos y al día siguiente se nos pegaban un poco las sábanas para levantarnos a ver piedras. Sabíamos que nos quedaba una larga jornada por delante si queríamos ver al menos los puntos más importantes, así que hicimos de tripas corazón y nos pusimos en pie. Tras acercarnos al punto de venta de tickets y hacernos un carnet con foto cada uno, nos adentramos en el complejo de templos.
Nuestro chófer de ese día, un hombre parco en palabras, nos iba parando en cada uno de los puntos principales siguiendo el plan establecido. Al llegar a cada lugar, nos señalaba el templo en el mapa, nos decía el nombre y nos apuntaba con el dedo cómo ir. Cada vez que nos separábamos a mi me gustaba quedar con él «a clavo pasao» (como dice mi madre) sobre cuál sería el punto exacto donde nos volveríamos a encontrar para seguir la ruta, ya que en un lugar tan grande lo más fácil es perderse. Siempre me decía que no me preocupara, que allí mismo estaría esperándonos, y pronto entendí el porqué.
Es increíble el nivel de perfección en las construcciones alzadas piedra a piedra, y lo bien conservadas que siguen con el paso de los años. Durante todo el recorrido existían carteles donde, con fotografías a todo color, se enseña a los turistas las tareas de restauración que se han ido haciendo con el dinero recaudado en las entradas, y la verdad es que el antes y el después te dejaba impresionado.
También nos dio tiempo a jugar a imitar a Lara Croft, escondiéndonos de los malos en cualquier rincón donde cupiesen nuestros huesos.
Poco a poco nuestro conductor iba perfeccionando la técnica de la espera hasta desafiar las leyes de la física. Y es que en días de bochorno como éste, la presión arterial disminuye, el cuerpo se te aplatana y lo único que te pide es dormir a pierna suelta resguardado bajo una buena sombra.
Una de las cosas que más llaman la atención de este lugar es cómo los enormes árboles se mimetizan con las construcciones, entrelazándose con las paredes en un abrazo eterno que sellará su amor para siempre.
En uno de los últimos templos vi a lo lejos dos niñas con unos sombreros muy llamativos que nos saludaban haciendo el símbolo de la victoria con la mano. Me llamaron tanto la atención que me acerqué a saludarlas y ver sus ojillos de cerca. Espero que a pesar de la situación difícil que les ha tocado vivir, ese sea su lema durante sus vidas y consigan cantar victoria algún día. Y es que el mayor sorteo en el que participamos en nuestras vidas nunca hemos echado una papeleta, y es el lugar del mundo donde nacimos. Es el que marcará en gran parte nuestro futuro y nuestras oportunidades.
Al final de la visita allí seguía nuestro fiel conductor a punto de terminar su dura jornada laboral, dispuesto a llevarnos raudo y veloz a nuestro albergue donde nos esperaba la piscina para darnos el último bañito del día.
Otra cosa muy importante de este país es la poca importancia que le dan ellos mismos a su propia moneda nacional, el riel camboyano. La agencia que nos organizaba el traslado de entrada a Camboya nos advirtió de lo difícil que era conseguir rieles en el país (ni los cajeros automáticos dan rieles), y nos aconsejó cambiar en la frontera todo a rieles diciéndonos que en dólares los precios de las cosas se cuadruplicaban. La moneda de uso corriente allí son los dólares estadounidenses, que directamente han asimilado como propia, y si pagas en rieles te cobran exactamente lo mismo o más. Te das cuenta de que todo vale «one dollar», me recordó a lo que nos pasó en España cuando todo pasó a valer «un euro» tras dejar atrás la peseta. Cometí el error de hacerles caso, porque una vez que salí del país fue imposible volver a cambiar esa moneda. Me sentía como el Tio Gilito pero con billetes del Monopoly. Es la primera vez en mi vida que me ocurría lo de salir de un país y no poder cambiar el excedente de dinero a la moneda del país siguiente, te quedas con una cara de tonto importante. Casi rogando en una casa de cambio conseguí que me dieran menos de la mitad del valor del dinero que tenía, menos da una piedra..
Una visita muy fugaz e intensa a estos famosos templos que han superado con creces todas mis expectativas, y es que muchas veces cuando no esperas mucho o no estás sobreinformado de lo que vas a ver, la sorpresa es incluso aún mayor. Me queda el consuelo de saber que, siempre que quiera volver a ellos, cerraré los ojos y allí apareceré por arte de magia…