Las últimas joyas del Rajastán

Delhi es un continuo sonido de claxon. Vayas por donde vayas y a la hora que vayas. Al principio crees que pitan para evitar el choque, luego empiezas a pensar que quizá es como forma de pedir paso y ahora, después de haber estado observándolos de cerca varios días, creo que pitan por pitar. No me quiero imaginar si algún día India gana el mundial de criquet y salgan todos a se queden en la calle pitando de manera festiva para celebrarlo. Sólo quienes han andado por una de estas calles pueden entender la locura de la que hablo.

 

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Viajar en tren a lo largo y ancho de la India es toda una experiencia en si misma. Con trenes infinitos, cada vagón es un mundo independiente en función de la clase de billete que se tenga. Además, aquí un retraso de 4 o 5 horas en la llegada de un tren se considera algo normal, y de antemano hay que contar con ello si no se quieren tener contratiempos en los enlaces. Un retraso de más de un día y medio quizá les haga tener la mosca detrás de la oreja y pensar que «algo raro pasa»… En el tren de camino a Jaipur viajamos en el mismo camarote con una pareja de japoneses, y estoy tratando de ponerme en su piel para sentir como será el choque cultural de dos personitas que han venido a pasar unos días desde el país más civilizado del mundo al que puede que sea uno de los más caóticos. Leí una vez que en Japón, la media acumulada de retrasos de todos los trenes que habían circulado por el país durante los últimos 20 años era de ¡18 segundos!

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El sistema ferroviario de la India es caótico y a la vez monstruoso. Todo el país está plagado de vías a modo de arterias y pequeñas venas que conectan casi cada localidad importante de este gigantesco país. A pesar de lo masificadas que están todas las estaciones de tren, existe un servicio especial para turistas extranjeros donde te pueden atender en inglés para consultar precios y horarios. Aunque la puntualidad no es uno de sus fuertes, viajar en tren por la India es sencillo. A pesar de que muchas veces todos los nombres de las indicaciones están en hindi en los carteles, cada tren tiene un número inequívoco y en cada puerta hay impresos unos folios con los nombres de los pasajeros que pueden acceder a cada vagón. A mi siempre me hacia ilusión leer mi nombre entre tanto carácter hindú antes de subir al tren, tengo que decir. Es el equivalente al antiguo método de subirte al tren y preguntarle a la primera persona que veías «¿este va pa Cheste?»

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En la calle se te acaba la saliva de contestar a todo el mundo que te aborda para intentar ayudarte «desinteresadamente». Es tal el nivel de pillería que hay entre los viandantes cercanos a las estaciones, que las propias autoridades indias les han preparado una placa de mármol conmemorativa en su honor, avisando a todo el mundo que cuando te intenten timar (porque lo harán), simplemente no hagas caso.

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En uno de los desplazamiento que hicimos en bus por el Rajastán viví una de las experiencias más surrealistas que he vivido jamás en una carretera. Después de andar con la mochila a cuestas por casi todo el mundo había visto conductores que ninguna aseguradora querría tener entre sus clientes, pero este día fue algo que iba más allá. Era un trayecto de muchas horas y durante el camino el conductor decidió hacer una parada para estirar las piernas e ir al baño, pero claro… había un pequeño detalle, y era que el área de servicio estaba al otro lado de la autovía. Una vez finalizada la pausa, noté que algo raro estaba pasando. Cuando cambias tantas veces de país ya no sabes si se circula por la izquierda, por la derecha o con las ruedas boca arriba. Pronto me di cuenta de que sí, ¡íbamos en dirección contraria por la autovía! Los vehículos con los que nos cruzábamos, lejos de ponerse nerviosos o dar volantazos bruscos, nos abrían el paso como si fuéramos la comitiva real. Pasados unos kilómetros, nuestro autobús atravesó un hueco que había en la mediana y volvimos a ir en el sentido correcto de la circulación. Ni uno sólo de los pasajeros del autobús se inmutó lo más mínimo, una vez más intenté abrir mi mente un poco más (hasta casi hacer tope) y supuse que esto es algo que suelen hacer siempre de manera habitual y que «aquí juegan así».

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Otra cosa que capturó mi atención nada más pisar suelo indio fueron las matrículas de los coches. En lugar de números identificativos me parecían passwords, pero no del típico password fácil que esconde detrás el nombre de tu mascota o tu lugar de nacimiento. No, estos serían passwords de esos que, cuando estas rellenando un formulario con tus datos, la página web con lágrimas en los ojos y dando saltos de alegría te muestra un mensaje de felicitación diciéndote «¡Enhorabuena! Su password es muy robusto, puede continuar con la siguiente pagina». Lo que no sé es cómo lo harán para, cuando estén comprando en un hipermercado y escuchen por megafonía que un coche molesta, saber que es el suyo para ir y quitarlo.

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Algo que estremece en India es ver el nivel de pobreza que existe y las condiciones de higiene y salubridad en las que viven. Y aunque esto parezca un lavabo de una casa abandonada durante años, era el baño de un hotel en Agra, una de las ciudades más turísticas, y además un alojamiento con muy buenas notas y opiniones en Internet.

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A pesar de la cantidad de indigencia que hay puedes ver como gente que no tiene nada le da dinero o comida a gente que no tiene NADA, y es algo que te sigue alentando para tener fé en la especie humana.

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Y como unos hindúes más, quisimos vivir de primera mano la intensidad del famoso cine de BollyWood. Es curioso ver como la mayor parte de las temáticas de sus películas giran en torno al amor, pero nunca verás ni el más mínimo piquito casto en ninguna escena. Puede que estén casi casi casi rozando los labios… pero al final uno de los dos apartará la cara haciendo la más precisa de las cobras. Es como un buen zurriagazo en todo el larguero donde los aficionados gritan «Uuuuuuuy». Sin saber cómo, habíamos cogido unas entradas que eran en un palco, pero nosotros queríamos vivirlo abajo igual de intenso que lo viven ellos.

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Así que ni cortos ni perezosos nos bajamos a platea, y ya en la penumbra tras el largo descanso que tiene la película, se nos acercó el acomodador para revisar nuestros tickets. Al ver que no estábamos en nuestras localidades, le dijimos (con cara de niños pillos que saben que han hecho algo indebido) que si nos podíamos quedar ahí abajo y nos hizo esto:

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Al ver su cara neutra y este gesto con el cuello al principio pensé que nos estaba echando una pequeña regañina, pero resulta que no, que la manera de decir SÍ en la India con la cabeza es moviendo de lado a lado la cabeza muy suavemente. Allí ya pudimos vivir en primera mano el bullicio de un cine indio, las películas se convierten prácticamente en interactivas y cada espectador hace de la sala como si fuera el salón de su casa. Eso sí, no esperes entender nada de la película porque son proyectadas en hindi y sin subtítulos.

Y en medio de la India hay un remanso de paz llamado Pukhsar. Fue bajar del autobús y notar algo raro, sentíamos una sensación extraña … ¡había silencio! Ni un sólo tuc-tuc pasándote a toda pastilla por al lado, y mucho menos pitando… no nos lo podíamos creer mientras caminábamos con nuestras pesadas mochilas camino a nuestro albergue. Este lugar es conocido porque es donde muchos amantes del yoga de todo el mundo aprovechan para pasar largas temporadas, y no me extraña que elijan este sitio porque la tranquilidad que se respira aquí es de la que te hace ganar años de vida.

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Nos volvemos en un tren nocturno camino a Delhi para finalizar nuestra aventura hindú, y haciendo balance creo que es el país más exótico y diferente de los que haya conocido, y a pesar de unos primeros días agotadores que casi me hicieron perder la esperanza, ha conseguido enamorarme y dejarme con un muy buen sabor de boca. Ya sólo nos queda una pequeña despresurización de unos días en Londres, y pronto estaremos en casa.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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